jueves, 2 de marzo de 2017

ATAGUÍA. JUAN MARÍA HOYAS SANTOS


DICCIONARIO DE AUTORES EXTREMEÑOS


ATAGUÍA: (Quizá del ár. hisp. attaqíyya, y este del ár. clás. taqiyyah 'prevención').1. f. Macizo de tierra arcillosa u otro material impermeable, para atajar el paso del agua durante la construcción de una obra hidráulica.

El mundo de arriba y el de abajo son espejos inmutables y paralelos. Repiquetea el rumor de la corriente, suena con un gemido sordo la grava de la orilla hasta que es borrado al adentrarse en el espacio sin materia ni forma donde habitan ondinas y náyades, reino mágico de las aguas libres, aún no represadas, que murmuran de noche entre los altos riscos del Salto del Gitano.

Llueve sin pausa, desde hace días. El agua que repentinamente clausuró el árido septiembre empapa ahora las dehesas y hace espejear las copas de las encinas, fluye en diminutos hilos y dibuja débiles regatos donde antes solo había polvo y pizarra reseca. Crecen los arroyos y alimentan el río cuyas aguas se encajonan en las portillas -Tiétar y Tajo, Tajo y Tiétar- para volverse bravas en los canchales.

Nunca creí que los mensajes lanzados al mar sirvieran de algo; pero ¿qué hacer cuando ves que tu vida avanza de modo irremediable y la añoranza, al principio tan lejana, te oprime gradualmente? Nadie es nostálgico cuando vive una juventud temeraria; después... Después es otra cosa.

 Cuando envías un mensaje en una botella no lo haces porque tengas esperanza de que alguien lo lea, sino porque necesitas imperiosamente comunicarte con los que no están, aunque no te oigan. Porque el mar tiene sus caprichos, corrientes profundas que llevan las peticiones de auxilio de aquí para allá, o las engolfan en la desembocadura de un río, o las varan en una playa desierta. Mientras tanto, todo el mundo que viviste de niño se vuelve humo y comienza a desaparecer, como Fantasia engullida por la Nada en la novela de Michael Ende.

Por eso, a los tres años de tirar la botella, ya no esperas respuesta, aunque sigas cuidando aquel santuario virtual como Sísifo, como Penélope su tela, y justo entonces llega la contestación mediante otro diminuto mensaje, veinticuatro palabras que en sí mismas no son nada, pero que encierran en germen todo el potencial de reconstruir una vida en común.

Pon un río. Pon un pueblo, y una obra faraónica de las que duran años. Pon doscientos niños en un paisaje virgen, casi idílico, donde te puedes dar de manos a boca con un ciervo tímido o una hembra de jabalí que defiende a sus crías a la puerta misma de tu casa. Coge un maestro de los que no imparten asignaturas, sino que ayudan a encauzar el porvenir, y tendrás el sitio donde la vida se da la mano con la muerte y todos aprendemos la riqueza de la coexistencia. Una cosa así te marca para siempre. Por muy lejos que te marches, por más tiempo que vivas.

 El recuerdo es como un ruido de fondo: se intensifica o se amortigua, pero siempre está ahí. Cuando lo creo enterrado bajo sucesivas capas de memoria, llega la noche y vuelvo al número 26 de la calle del Río, y veo a mis vecinos Joaquín, Cecilio, Carlos, Julio, Lope, Antoñito. Y me encuentro con Demetrio, Pajares, Vadillo, Barroso, Luis Rosa. Y si es domingo nos gastamos nuestra paga en pipas y vamos al cine a ver Látigo Negro o El Hijo de Tarzán. Y, si es de diario, jugamos después de la escuela en el Barranco del Arroyo a construir embalses, o caminamos hasta la majá enviados por nuestras madres a comprar leche y quesos. También sucede que estoy acostado, y sueño que duermo en otra cama muy atrás en el tiempo, mientras repiquetea la lluvia en el tejado de uralita y oigo rugir las aguas del poderoso Tajo mientras, en la duermevela, pienso que mañana habrá barro y charcos camino de la escuela.

Suena la pita de dar de mano y empiezan a salir hombres de todas partes. Solo se ven cascos grises y alguno blanco. Llevan el andar cansino que dejan doce horas de trabajo y charlan en grupos. A algunos se los ve desfallecidos; otros, en cambio, caminan más deprisa con ganas de llegar. Cuando pasan frente al bar de Jábega el grupo se reduce. Muchos otros se quedan en la residencia para peones. Quedan por último los que vienen hasta el Poblado, donde están su casa y su familia. En esos momentos soy el niño más feliz del mundo, porque voy a ver a mi padre. Yo le admiro a él y a los que, como él, están levantando una mole colosal que llega hasta las estrellas.

 Pasa Jareño una y otra vez con su bici azul y blanca. Es el único que tiene una, al menos una nueva, y daríamos cualquier cosa por que nos dejase dar una vuelta (por ejemplo, nuestra colección de tebeos), pero como no nos la presta hacemos gala de una fría indiferencia. Por suerte nunca nos falta ocupación, como por ejemplo excavar cuevas en los taludes, o tirarnos por los terraplenes con los carretones de la obra, o embarcarnos en empresas que nos dejan las rodillas y los codos magullados. A mí me gusta especialmente la celebración de Los Santos, cuando salimos al monte y asamos chorizo, tocino, castañas. Todos bebemos vino, y los más atrevidos se pavonean encendiendo tabaco sisado a los padres o comprado de tapadillo, y expulsando redondas volutas entre alguna que otra tos.

En las tardes de invierno esperamos con ansia a que oscurezca y se marchen los obreros que construyen casas nuevas junto al Poblado. Entonces reavivamos la lumbre que han dejado casi extinta, arrimamos las carretillas metálicas, esperamos que se calienten y nos sentamos en ellas. En ocasiones viene Manolo, el hermano mayor de Demetrio, y mientras miramos el fuego y las estrellas relata cuentos que casi siempre son de miedo. Nos asustan tanto que, cuando oímos las voces de nuestras madres llamando a cenar, nadie espera a nadie: todos salimos corriendo, porque es aterradora la oscuridad que atenaza a la hoguera como un anillo.

Cuando vinimos aquí yo era muy pequeño y el Poblado es todo lo que conozco, pero mis padres y hermanos sí que se acuerdan del pueblo. Dicen que allí no teníamos luz eléctrica, ni agua corriente ni, por supuesto, cuarto de baño. Que es duro el trabajo en la obra, pero más lo era con el amo, muchas penas y futuro ninguno. Yo les escucho y asiento como quien oye una vieja historia, porque todos mis recuerdos residen en esta casa de la calle de Enmedio que para mí ha existido desde siempre: los límites de mi mundo son la montaña, el río y la presa que he visto crecer año tras año, como un animal prehistórico. Y mis preocupaciones, las de cualquier niño de nueve años: tratar de que José Salvador me invite a su casa a ver la tele o leer sus colecciones de tebeos, procurar que don Abel no me castigue y, últimamente, hacerme el firme propósito de no romper más bombillas, después de que hace dos meses se nos ocurrió dejar el Poblado a oscuras con la consecuente bronca familiar, exposición a la vergüenza pública y amenaza de calabozo si reincidíamos.

Cuando conseguimos algo de dinero vamos a gastarlo a la tienda de Montecasti. Lo detienda es un decir, porque no es más que una tablazón sobre burrillas y un arcón para guardar la mercancía. Otras veces nuestras madres nos mandan a por leche a la Vaquería, y entre que está lejos y enredamos mucho, a la vuelta se nos suele hacer de noche. Además, como hacemos bastante el tonto, a veces vertemos parte del contenido, y entonces tenemos que parar en laFuente Ferruginosa para reponer lo perdido. En ocasiones llego a casa con más leche de la que mi madre me encargó, y entonces la oigo comentar con deje burlón lo generoso que se ha vuelto últimamente el vendedor.

Suena el teléfono, y aunque no es número conocido lo cojo. Una voz de mujer pronuncia mi nombre. Maquinalmente digo que soy yo. Me explica que un grupo de personas que vivieron de pequeños en El Salto han creado un foro para compartir recuerdos y vivencias, y me anima a entrar. Cuando cuelgo me quedo en suspenso. Han pasado cuarenta y cinco años. ¿Qué interés tiene rememorar aquello? Hay recuerdos muy bonitos, pero también otros terriblemente dolorosos. Dejo correr un par de días, y cuando tengo un rato enciendo el portátil para buscar la dirección que me han dado. Tardo varias horas en ver y leer el material acumulado. Me impactan especialmente las fotos de los obreros. Pese al escaneo, deficiente en ocasiones, no han perdido el sepia desleído de antaño ni sus bordes como de sello. En una de ellas, varios hombres posan subidos a una escalera de mano. Cascos, ropa de faena, caras tiznadas. La imagen bien podría pertenecer a la fiebre del oro del Yukón o a las trincheras de la Primera Guerra Mundial. Como entonces, son rostros que el sumidero del tiempo se tragó sin misericordia. Hay muchas de la presa, desde cuando apenas se veían los cimientos hasta cuando prácticamente estaba terminada. También del fatídico túnel. Su oscuridad sobrecoge como boca de lobo. Otras son del Poblado, mejor dicho, de donde estaba el Poblado, porque al acabar la obra lo demolieron y ahora parece un paisaje que se asemeja más a Hiroshima o Nagasaki después del bombardeo nuclear. Leo decenas de páginas con reconocimientos, vivencias, presentaciones... A unos los recuerdo, y a otros no. Varios escriben que quieren organizar allí una quedada, como se dice ahora, y yo me pregunto para qué. Entiendo que quieran recuperar a los viejos amigos, pero en ese lugar no quedan más que piedras. Dicen que no quieren olvidar, y yo lo que no consigo arrinconar es que mi padre murió en ese sitio, y que nos dejó solos a mi madre, a mi hermano y a mí.

Según crecíamos hemos tenido distintos maestros en El Salto. Primero estaban don Abel y doña Julia, pero el mejor de todos fue don Miguel. Cuando llegó tenía veinticinco años, y aunque entonces nos parecía mayor ahora sabemos que no lo era. Yo creo que vino aquí un poco como el que va a las misiones. Era duro cuando había que serlo, pero nos trataba como si fuéramos una familia, y además intentaba despertarnos curiosidad por las cosas, que entendiéramos que el mundo era mucho más grande de lo que en El Salto pudiéramos suponer. Yo creo que por eso era tan entusiasta de El Quijote, quizá se viera a sí mismo como el hidalgo manchego que salió al mundo con los libros en la mano para deshacer entuertos. ¿Dónde andará? A muchos nos gustaría saber qué ha sido de él.

Lo que seguro que don Miguel no sabe es lo de las galletas. Nos repartían unas cuantas cada recreo, pero a nosotros nos obsesionaba el aroma de la vainilla y ansiábamos más. Sabíamos que guardaban la caja en el gimnasio, en lo alto de una estantería, y como casualmente es el sitio adonde te mandaban al castigarte, pues cuando el hambre o la gula azuzaban provocabas la reprimenda y correspondiente sanción para luego allí, en soledad, comértelas a puñados. Luego buscabas algún ejemplar de Don Kilowatio contra el imperio de las sombras y te olvidabas del colegio, de las clases y del mundo.

Fermina tira del carretón de madera con su hermano dentro. Vive en un chozo cerca de mi casa. Al principio fue porque no había vivienda para ellos y luego, cuando les han ofrecido mudarse, su padre ha dicho que no, que en caso de que salte la presa allá arriba están más seguros.

En casa de Fermina han excavado una poceta en el suelo, y la utilizan para sacar agua en invierno, y conservar la comida fresca en verano. Cuando necesitan agua caliente baja con una lata a mi casa, y en verano la consiguen de la que rebosa del depósito del Poblado.

La vida de Fermina es distinta de la mía. Por ejemplo, su madre lava en el río. Cuenta que cierta que vez que habían tendido la ropa en las jaras y estaban esperando a que se secara, llegó una tormenta. Ella, su madre y su hermana pequeña corrieron hasta casa, adonde llegaron empapadas. Cuando escampó y volvieron a por la colada, descubrieron que se la había llevado el vendaval. Entonces su madre se echó a llorar. "Mamá, ¿es por la ropa?", le preguntó Fermina. En medio de los gimoteos su madre decía que no con la cabeza, y Fermina no consiguió averiguar los motivos del llanto.

A Fermina le cuesta estudiar; no se le quedan las cosas pero su madre, que tiene mucha constancia, le hace repetir la lección cincuenta veces. Aun así, no siempre se libra de los castigos. Algunos le han caído también por mensajera. Doña Julia la llama a solas en el recreo, y le muestra el papel incriminador.

 -¿Quién te ha dado esto?

 -Una niña.

 -Y ¿para quién te lo ha dado?

 -Para un niño.

 Y de ahí no la saca. La maestra sabe que su deber es castigarla, pero secretamente admira su lealtad.

-Anda, vete. Que no vuelva a ocurrir, ¿eh?

Por cierto, no he dicho aún que Fermina es mi mejor amiga.

Pasa por la puerta con su barba, su pelo desgreñado y sus ropas astrosas, el pobre Orozco. Cuando éramos más pequeños mi padre nos decía: "Como te portes mal llamo a Orozco pa que te lleve en su saco". Pero yo sabía que ese hombre no podía ser tan malo porque mi propia madre a veces le sacaba la comida que nos había sobrado. En cierta ocasión, estaba sola en la puerta y le vi llegar con su chaqueta sucia, llena de lamparones y su proverbial saco. Se acercó preguntando por mi madre; el aliento le olía a vino peleón y toda su persona exhalaba un tufo rancio, como petrificado. Yo me puse muy nerviosa, pero cuando me miró con aquellos ojos infinitamente tiernos, como de animal apaleado, supe que nunca más iba a tenerle miedo.

Un día Orozco desapareció y no le volvimos a ver. Hubo quien dijo que había vuelto a su pueblo; otros, que se había ahogado en el río, aguas abajo del Puente del Cardenal. A veces me imagino su fantasma vagando por las ruinas del Poblado, preguntándose por qué aquellas mujeres tan buenas y generosas ya no le dan nada de comer.
                      
En algunas películas del Oeste, el héroe se apea del tren en una estación desierta, camina con crujir de botas y espuelas por un pueblo desierto y llega a una desierta oficina del sheriff. Así me sentí aquel día de otoño cuando, con agudo pitido, arrancó la máquina arrastrando los vagones y me quedé solo en la estación de La Bazagona. Por no haber, no había ni pueblo. Años después supe que el puente ferroviario que cruza el Tiétar lo diseñó Eiffel, y que a orillas de este mismo río tuvo lugar, el 25 de Diciembre de 1808, una batalla. No muy grande, la verdad, pero que cabreó lo bastante a los franceses para que, una vez arrolladas las defensas españolas, entraran en Malpartida saqueando e incendiando. Pero bueno, esa es otra historia. Lo cierto es que yo estaba allí, en medio de la nada: si miraba hacia un lado u otro de las vías solo veía campo, y cuando salí por la puerta de la estación esperando ver calles, gente, animación, me di de narices con un talud de varios metros. Al ver aquello tan muerto y desabrido recuerdo que pensé que no era tan distinto a mi Alcoba de los Montes natal. Aunque reconozco que me precipité al juzgar: cuando por fin apareció el traqueteante landrover de Hidroeléctrica y me llevó al Salto, no sabía cómo me iba a transformar aquel sitio, ni de qué manera iba a confirmar mi por entonces vacilante condición de maestro aquel baño de humanidad. Ni las raíces que echaría al casarme con una mujer de esta tierra. Han pasado casi cincuenta años, y cada vez que vengo al Valle del Jerte me acuerdo de aquellos chicos y chicas tan buena gente, tan despiertos. ¿Qué habrá sido de sus vidas? Por mucho que cueste imaginarlo, serán hombres y mujeres hechos y derechos. La mayoría padres, algunos incluso abuelos. Ahora que, con la jubilación, el magisterio quedó atrás, puedo apreciar lo mejor y lo peor de este oficio, tan poco valorado hoy día: plantas semillas en la vida de la gente y eso es estupendo, pero caen tan lejos y tardan tanto en germinar... Nunca sabes las que se beneficiaron de tus cuidados y las que no.

Ahora que la tecnología todo lo puede, sería estupendo saber de ellos, cómo les fue la
vida, si son felices...

La abuela Margarita es ciega, y a mí no me lo habían dicho. Estaba sentada en su sillón, arrimada a la mesa camilla que cubría un hule con el mapa de España idéntico al que teníamos en casa y con el que aprendíamos las provincias y las regiones. Al oírnos llegar preguntó a mi amiga: "¿Quién viene contigo?". Yo pensé que decía eso porque no me conocía, y le sonreí. Luego aprendió a reconocerme por los pasos: "Ah, María. Estás aquí". Pasé muchas tardes con ella. Siempre me sacaba dulces, pero yo no iba por eso: a mí lo que me gustaba era hacerle compañía y escuchar sus historias de cuando niña; la que más contaba era cuando perdió la vista. Decía que hacía ya tanto tiempo que se le había olvidado cómo eran las cosas del mundo. Sus ojos claros e inmóviles parecían mirar a través del tiempo y, aunque yo sabía que era imposible, también parecía que me miraban a mí.

Mi casa era la que más cerca estaba del transformador, y la corriente eléctrica entraba con tal fuerza que muchas noches se fundían los plomos. En aquellos momentos de tiniebla absoluta yo pensaba que me volvía un poco como abuela Margarita y sentía cariño por ella, pero a la vez mucho miedo.

Una mañana mi madre me dijo que la abuela Margarita se había dormido. Yo insistí en ir a despedirme de ella, y al final conseguí que accediera. Entré en la habitación con mi amiga y allí estaba, tendida en la cama, con la ropa negra que le había visto siempre. Ahora sus ojos abismados en el vacío estaban cerrados, como si verdaderamente durmiera. Y sin embargo a mí me parecía que en cualquier momento se iban a abrir y entonces su dueña preguntaría: "María, ¿estás ahí?".

Cogí su mano ya fría y derramé unas lágrimas. Tal vez donde ahora esté pueda contemplar las cosas del mundo como siempre deseó.

Bajo del poblado de arriba y cruzo el puente de hierro. Sigo el río hasta unos talleres mecánicos donde mis padres nos dicen que no miremos a la luz si están soldando. A continuación está la casa de los jefes, aunque no sé si habrán dormido aquí alguna vez, porque es mucho más seguro hacerlo en el otro sitio, donde nunca llegarían las aguas. Paso junto a la Residencia donde se alojan los hombres solos o solteros, cuyos edificios parecen barracones de campo de concentración. Dicen que los del turno de noche lo pasan fatal, porque durante el día el ruido es tanto que apenas si les deja dormir. Después de la Residencia, el local social, que sirve tanto para decir misa como para el baile, para proyectar películas o para celebrar la fiesta de Reyes.
                      
Navego en una doble realidad, porque tengo mi edad de ahora, y sin embargo el lugar es como hace cincuenta años: las fachadas de las casas, limpias, recién pintadas, y hay grúas trabajando en el muro de la presa. Por la carretera, junto a los chozos, pasan camiones. Sin verlos, solo por el sonido del motor, soy capaz de distinguir si se trata de un Barreiros, un Magirus o un Pegaso. A mi tío Ángel le cuesta creer que tenga tan buen oído, y se asoma a la puerta para comprobarlo. Aunque mis preferidos son los Uclis, que tienen unas ruedas enormes y el tubo de escape por encima de la cabina. A lo lejos oigo el griterío de los niños en la escuela. Dentro de las casas, las mujeres cantan y lavan la ropa. Bendita agua corriente, que hace que no tengan que bajar al río.

Giro a la altura del Arroyo y subo hasta la calle de Enmedio. Paso junto al botiquín, la cantina de Lucre y el economato, donde huele a aceite y a queso en conserva. Es Primero de Mayo, porque se oye música y porque más allá, en la explanada, está el Circo Boti. Ya lo conocemos de otras veces y tenemos muchas ganas de volver a verlo, sobre todo al toro de trapo y a la mujer forzuda. Hace dos años se les escapó una mona, y todo el mundo se movilizó para atraparla.

Me gusta mi Poblado. Aquí se vive bien porque todos nos ayudamos y en ocasiones los oficios se entremezclan: el señor Cordero es el fotógrafo y también da clases particulares; Elías, el panadero, es quien reparte las cartas; Germán hace los arreglos de fontanería y además pone las películas. Y, antes de que hubiera maestros, el señor Eustaquio nos daba clases a los niños a la puerta de su taller, de noche y al sereno; nosotros mismos éramos quienes montábamos los pupitres a base de cajones y tablas.

A propósito de cine, a mí si me dejan elegir prefiero el de verano, que es al aire libre y se proyecta sobre uno de los muros de la Residencia. Allí el humo del tabaco molesta menos, aunque a veces el crujir de las pipas es tan fuerte que apenas si oímos los diálogos. Mis favoritas son La Rosa Azul y El Ladrón de Bagdad. Cuando mi madre va a comprar pescado se lo envuelven en propaganda de películas antiguas y futuras. Yo despego los papeles con cuidado, los pongo a secar y los colecciono.

Subo hasta la calle Alta, y donde estaba mi casa de repente no hay nada: el Poblado vuelve a ser un sitio arrasado y sin alma. Sorprendentemente, el melocotonero ha sobrevivido la destrucción y muestra orgulloso el porte de sus ramas. Este año dará buena cosecha, aunque intuyo que no seré yo quien se aproveche de su fruto.

Miro en torno, me agacho, recojo una piedra de lo que fue mi hogar y la guardo en el bolsillo. Suena entonces una alarma y temo que en la presa haya ocurrido otro accidente, hasta que bruscamente me doy cuenta de que es el despertador que difumina el entorno y me recupera para otra casa y otra cama. Estoy a mil kilómetros, y solo queda la seriedad y la templada resignación del adulto.

Por las noches, mientras mi madre trastea en la cocina y mis hermanos juegan, yo hago los deberes del colegio. Mi padre se sienta a mi lado, fingiendo conversar con mi madre. Como es un hombre orgulloso, sé que nunca se rebajará a preguntarme por lo que estoy haciendo. Particularmente le atraen las Matemáticas; se queda mirando los quebrados y las raíces cuadradas sin decir ni mu. Hasta el día en que andaba yo liada con el Teorema de Pitágoras y no pudo resistirlo más: de repente entendió que era posible calcular distancias que hasta entonces solo podía medir directamente. A él, no sé si lo he dicho, lo que le hubiera gustado es llegar a aparejador, pero como no tuvo estudios se quedó en capataz. Dice que con título y estudios podía haber mirado de tú a tú al ingeniero cuando el otro día le llamó ignorante por decir que estaban llenando demasiado la presa, y que eso era peligroso.

Es verano y huele a tomate y a helecho recién cortado. El vendedor de sandías recorre las calles con su burro pregonando el género.

      -Tomatetomatetomate... ¡Sandííías!

Resuena monótona su cantilena en el incipiente bochorno de la mañana. Como son vacaciones vamos al río a pescar con pan, anzuelo y sedal o a bañarnos, pese a que lo tenemos prohibidísimo desde que se ahogó Juan Ávila. Para escapar de la vigilancia de nuestros padres bajamos hasta los arenales que hay junto al Puente del Cardenal. Allí fue donde Goyo se clavó un anzuelo en la pierna, y como no había forma de sacarlo hubo que recurrir a remedios del Salvaje Oeste, y sajamos la carne con una navaja.

Cuando se pone el sol los mayores sacan las sillas de enea a la puerta. Dicen que para tomar el fresco, aunque también es una excusa para la vida social y la tertulia. A mí me gusta tumbarme sobre las lanchas y sentir cómo desprenden el calor acumulado durante el día. Me siento tranquilo y acogido escuchando las voces cercanas y familiares. En el cielo oscuro las estrellas brillan enormes, y en los jarales suena el tronchar de ramas de algún jabalí que baja a beber al río. El nombre de la felicidad debe de ser este, porque yo me quedaría aquí tumbado hasta mañana, quién sabe si más.

Reme es mi vecina. Sale todos los días a la calle, anda un trecho y se queda al lado del camino, viendo llegar a los hombres que regresan. Espera a que pase el último y aguarda allí, inmóvil, mirando hacia la presa. Cuando empieza a anochecer aparece su madre y se la lleva para casa.

Julio, el padre de Reme, era capataz y murió en el accidente de enero. No tenía que estar allí, era el turno de mi padre, pero mi madre salía esa semana de cuentas, y él se ofreció generosamente a cambiarlo para que su amigo pudiera estar en casa por la noche.

Han pasado las semanas, pero muchas veces, cuando creen que estoy dormida, los oigo llorar en su cuarto.

Todos los días, cuando regresa con su madre -seria, con la cabeza gacha-, pienso que Reme pude ser yo. Antes era una buena amiga, y ahora casi ni me habla. Solo veo sus ojos como los de un perro herido y me siento culpable porque le tocó a ella, y no a mí. Y entonces me arrepiento de alegrarme, y así pasan los días como un bucle infinito, sin esperanza, como esta lluvia que cae sin cesar volviendo gris el mundo.

Cuando mis padres se enteraron de que habían empezado las obras en El Salto, de inmediato quisieron irse para allá. Por lo visto habían construido un Poblado para los trabajadores con todo lo que no teníamos en el pueblo, además de cine, un pequeño hospital, línea de autobús hasta Plasencia y lo más importante: un sueldo fijo todos los meses. Mi padre fue para informarse y volvió con buenas y malas noticias: trabajo sí había, pero no casa. Para conseguir una vivienda tenías que ser oficial, los peones tenían que conformarse con los barracones para hombres, o ir todos los días en autobús desde los pueblos cercanos.

Así fue como mi padre se marchó, y por carta nos contaba que él y otros cuantos, cuando daban de manos, estaban construyendo sus propias viviendas. Al mes y pico nos mandó llamar. La ilusión que llevábamos era mucha; el sitio, muy bonito y la obra, impresionante. La desilusión fue la casa. Estaba junto con otras tres o cuatro, apartada del Poblado, en medio del monte. Las paredes eran de adobe y el techo, de escoba. Un chozo, en resumen.

Con todo, mis hermanos pequeños y yo nos hicimos enseguida. Es cierto que había que estudiar a la luz del carburo y calentarse con picón, pero conocimos a los otros niños del barrio y fueron nuestros mejores amigos.

Un día mi madre dijo que estaba harta de barrer el suelo de tierra, así que mi padre y yo nos fuimos al monte a buscar lanchas de pizarra. Él conseguía sacar algunas de tamaño descomunal y, piadosamente, me señalaba a mí las más chicas. En esos momentos deseé hasta la extenuación ser como él, levantar piedras enormes y trabajar construyendo presas.

Anoche me dormí escuchando hablar a mis padres. Les notaba preocupados. Por lo visto el ingeniero se ha empeñado en llenar la presa hasta los topes: quiere terminar rápido, y quiere impresionar a Franco cuando venga a inaugurarla. Vuelve a recordar la humillación del otro día, cuando se rió de él delante de su cuadrilla. Así que yo sueño con el agua que salta por encima del muro y arrastra a su paso maquinaria, camiones y encofrados en una espiral turbia y revuelta. Por la mañana me levanto muy alterada. Desayuno y me voy para la escuela, aunque persiste el recuerdo de la pesadilla. Don Miguel está explicando los verbos subjuntivos, y yo aprovecho para contárselo a Fermina. "A ver, Martos, dinos de qué estás hablando y así nos enteramos todos". Me pongo en pie. Como cada vez que nuestro maestro reprende a alguien, se hace un silencio incómodo. Solo se oye el tic tac del reloj de la clase, que marca las nueve y veinte. Don Miguel me observa expectante, y justo cuando me armo de valor y voy a empezar a hablar suena, ominosa y lejana, la sirena de los accidentes.

Hoy es veintidós de Octubre, el día que dijeron que iban a aliviar la presa. Pero lo mismo fue ayer, y anteayer. La verdad es que da miedo verla porque nunca ha estado tan llena. La gente murmura y comenta, pero a ver quién se atreve a protestar, todos necesitamos las perras.

Esta mañana me despedí de Juana, de Antonio, de Alberto. Y cuando ya estaba en la calle sentí el impulso de volver a entrar en casa y besar a los tres de nuevo. No creo en premoniciones, pero como todos soy consciente, sobre todo estos días, de que nos la estamos jugando. Ahora mismo trabajamos en el túnel de trasvase, justo donde fue hace nueve meses el accidente. Yo conocía a los seis que cayeron, y cada vez que entro aquí se me encoge el alma. Pienso en ellos y en los otros veinte compañeros muertos desde que empezó esta obra. Despeñados, aplastados, electrocutados. Hay quien lo asume como si fuera ley de vida, pero yo creo que no, que lo que hay es mucha prisa por acabar, y muy poco respeto por la vida de los obreros. Luego está la compuerta, ahí al fondo, en esa negrura. Ha habido mucha polémica sobre ella, incluso quien está convencido de que han montado las piezas del revés. Ojalá sean solo habladurías, ya que están aguantando todo el empuje de la avenida, y es como si trabajáramos bajo el nivel del agua.

Aúlla la sirena como un animal agonizante. Cuando los maestros nos dicen que escapemos al monte yo solo pienso en mi familia. El aire se tiñe de tragedia, se diría que ha empezado una guerra. Corro hasta mi casa y la encuentro vacía. El agua llega hasta la puerta, pero no es la inundación sino que, con el pánico, alguien se ha dejado el grifo de la cocina abierto. En la radio canta para nadie Manolo Escobar. Cierro el grifo, salgo otra vez a la calle y oigo lloros en la casa de al lado. Dios Santo, se han olvidado del bebé. Justo cuando voy a abrir aparece por el fondo de la calle su madre. Desgreñada, despavorida. Viene tan deprisa que entramos al unísono, golpeándonos contra los quicios de la puerta. Coge al niño en brazos y cuando quiero darme cuenta está fuera. Yo la sigo.

Mi madre va una vez al mes a Plasencia de compras, y en cada ocasión lleva a uno de los hermanos; hoy me toca a mí, así que estoy loca de contenta: ir a esa ciudad, que a mí me parece inmensa, cruzar el Puente de Trujillo y apearse junto al Cañón de la Salud es una experiencia estupenda, y siempre cae una piruleta de martillo, o unos zapatos nuevos. Llevamos recorrido la mitad del camino cuando el autobús se para. Todas miramos por la ventana: hay dos policías en moto. Uno de ellos sube, y nos anuncia que ha habido un accidente grave en la presa, que posiblemente el agua se haya llevado el Poblado, y que tenemos que dar la vuelta.

Durante el regreso nadie dice nada, solo se oye el llanto de las mujeres. Yo rezo por mi padre y por mi hermana, y le pido al buen Dios que los haya salvado.
                      
A don Miguel se le olvida el sermón que me iba a soltar y nos dice que tenemos que evacuar. Salgo despavorida y trepo por el talud que hay tras la pista de baloncesto y el tablero de ajedrez a tamaño natural. El terreno está resbaladizo, y para no caerme me agarro a una raíz. Se rompe, pero consigo subir. Mujeres y niños corren monte arriba. Tropezones, gritos, llantos. Las jaras están mojadas de la niebla, y poco a poco empapan mi ropa. La sirena sigue chillando allá a lo lejos, temo mirar para atrás y descubrir que el agua ha arrasado ya el Poblado.

Cuando llego al alto me encuentro con mi madre y hermanos. Nos abrazamos. Estamos ateridos de frío, pero no nos importa. Como todos los que estamos allí, miramos hacia el monstruoso chorro que sale de la presa, choca contra la montaña y cae al río con estruendo infinito. Hipnotizados, no podemos dejar de observar mientras lloramos.

Hace un rato bromeábamos Joaquín, Valeriano y yo mientras echábamos un cigarro. "Aquí está oscuro, pero por lo menos no te mojas", dice el bueno de Joaquín, refiriéndose a lo que ha llovido estos días. Yo le digo que sí, pero que prefiero trabajar al aire libre. "El cielo por techo", sentencia Valeriano mientras pisa la colilla y vuelve al tajo. Estamos desencofrando desde anoche una parte de la pared cuando de repente empieza a sonar un chirrido siniestro, como si una mano descomunal doblara mil vigas. La gente echa a correr: "¡La compuerta, la compuerta!" Me viene la sensación de haber vivido esto ya antes. Veo a los hombres dirigirse hacia la salida, pero creo que por allí es inútil: si hay alguna posibilidad de escape es trepar por la madera y la ferralla. El agua ya cubre todo el suelo del túnel. En medio de la barahúnda se me borran los pensamientos, y no sé si grito o si lloro, y subo más despacio de lo que quisiera porque tengo las piernas agarrotadas. Suena otro crujido, y esta vez sí que el agua empieza a entrar a borbotones. El estruendo es tan fuerte que no se oye nada más, ni alaridos ni maldiciones. La corriente me llega a las rodillas; entra con tanto ímpetu que como suba un poco más soy hombre muerto. Me aferro tanto que me sangran las manos. A Joaquín ya no le veo, y Aurelio y Valeriano estaban por debajo de mí. A mi derecha distingo a Rafael, que tiene agarrado a su hermano, que apenas si sobresale de entre la espuma y los remolinos. No oigo lo que dicen, pero está claro que quiere que le suelte. No quiero mirar. Otro brutal empellón y tengo que sujetarme con todas mis fuerzas. No puedo subir más. Pienso en mi mujer y en mis hijos, y rezo para que alguien se apiade de ellos.

Después de todo el día sin comida ni agua, llegan unos autobuses para llevarnos al poblado de arriba. En las horas siguientes a nuestra huida han ido apareciendo los hombres. Cada vez que llega alguno es una alegría, pero falta gente. Al caer la noche nos instalan en unos barracones sin terminar, sobre colchonetas. Oigo gemidos: es la señora María, que se ha puesto de parto. Pero no llora por eso, sino porque su marido no ha vuelto aún. Las demás mujeres la consuelan diciendo que por lo visto está atrapado, que lo están intentando sacar y que le han bajado comida. Yo tengo diez años, ya sé distinguir una mentira piadosa, y mucho me temo que la señora María tampoco se lo crea.

 Nueve meses han pasado, y el cañonazo de la compuerta al partirse todavía resuena en los montes cercanos. Doscientos setenta días, y aún aparecen cuerpos en el lecho del río. Tajo y Tiétar lloran por la sangre derramada. El olor a colonia que durante semanas invadió las calles, las oficinas, el interior de los coches de la empresa ya se ha disipado del aire, pero no de la conciencia: las madres acuestan a sus hijos vestidos, y a estos apenas se les oye cuando juegan en la calle o en el patio del colegio. Los hombres tienen miedo de bajar a las galerías excavadas bajo la presa por si encuentran más cadáveres. Un manto de silencio parece haberse apoderado de todo y de todos.

Existe un proceso misterioso según el cual lo que está afuera pasa adentro. O, dicho de otro modo, una historia que afecta a tu vida tangencialmente cobra importancia de forma imperceptible y gradual. Primero fue la gran obra jamás inaugurada y la vaga noción de un gran accidente sin responsabilidades; luego, la exposición con los recortes de prensa de la época, su manera nodil de contar las cosas y sus proclamas alusivas a la "capacidad de sufrimiento de la raza extremeña". Después, la súbita conciencia de la tragedia ignorada, olvidada. Llega entonces el cincuenta aniversario, y el hallazgo de los documentales y la memoria viva. Quise saber sobre el hecho luctuoso y lo que encontré fue la vida, con lo que tiene de desasimiento, y la añoranza de un pasado que aunque esté ahí jamás volverá. Cuatro años de foro y casi cinco mil mensajes no son para despacharlos en una semana, pero yo lo hice: seguí vuestros pasos, vuestras idas y venidas, me zambullí en el remoto pasado con billete de vuelta, sintiéndome reo del delito de intromisión en algo tan íntimo, precioso y familiar.

Misteriosamente también me sentí llevado en volandas y hermanado con unas infancias en el fondo no tan diferentes de la mía, atrapado entre la vergüenza de entrometerme y la necesidad de contar. ¿Contar qué? Pues el simultáneo proceso de pedir justicia -póstuma, siquiera- y de recuperar la memoria de los años niños, donde el carbón es plata y las lágrimas que afloran del subsuelo se tornan cuentas de collar preciosísimas y brillantes.

Caen flores al río. Lágrimas, poemas, abrazos, emocionados discursos. Tocan los pétalos de colores las aguas del Tajo, que acogen mudas el blando homenaje. Dicen que la memoria es frágil, pero no es cierto: vive en estos hombres y mujeres -niños de antes y de ahora-, acreedores de una placa, un monolito, un mínimo reconocimiento que sea como un ancla, una raíz hundida en esta tierra que, a veces, más que madre es madrastra. Al menos un hito que recuerde que, como siempre, no son reyes ni mandamases los que hacen la historia, sino el humilde barro de los que no tienen nombre y que, con generosidad infinita, pagan siempre los errores de los poderosos.

Una tenue llovizna empapa Monfragüe. Es suave la neblina que desdibuja las formas y envuelve el agua y la tierra preludiando sueños de otoño. Todo es tan irreal que se diría que de un momento a otro van a aparecer un drakkar vikingo o un galeón cargado de oro. La humedad se enreda en los troncos y se condensa en las hojas de los árboles. Una bellota cae del árbol. Resuena el picapinos, hoza el jabalí, afila el ciervo sus astas preludiando la berrea. Hay silencio en los inmensos jarales. Todo está en paz, y la vida sigue.

JUAN MARÍA HOYAS SANTOS